[Opinión] El peligroso camino del Estado garantista a la tolerancia cero

30 Septiembre 2015

Lee la columna realizada por José Antonio Henríquez, secretario metropolitano del Partido Progresista y miembro de la Defensoría Ciudadana Progresista

José Antonio He... >
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En las últimas semanas hemos sido testigos de la discusión parlamentaria del proyecto de Ley que inserta en nuestra normativa procesal penal el llamado control de identidad preventivo. Asimismo, también ha estado en la palestra la discusión parlamentaria de la agenda corta antidelincuencia, las que sube las penas en determinados delitos contra la propiedad y, a su vez, imposibilita el acceso a penas sustitutivas a personas que, inclusive, cuenten con una irreprochable conducta anterior. El interés de la presente columna es analizar estos cambios legales a la luz de la acción de los cada vez más macizos movimientos sociales en nuestro país. En este punto, resulta fundamental dar cuenta de algunos aspectos de las tesis propuestas por Loic Wacquant en su libro “Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social”, las cuales sin lugar a duda pueden explicar el fenómeno que actualmente vivimos en nuestro país.

En primer lugar, es innegable afirmar que el refuerzo del brazo punitivo del Estado es una respuesta a la generalización y difusión del estado de cosas “inseguridad social” y no una reacción a las cifras de crímenes. Como ejemplo, en las tres décadas que siguieron a los momentos más intensos del movimiento de los derechos civiles, EE UU pasó de ser un ejemplo de justicia progresista a convertirse en el apóstol de la política de “tolerancia cero”, el arquitecto de la máxima “tres strikes y estás fuera” y el campeón mundial de la encarcelación. La implementación de estos nuevos mecanismos no fue armoniosa con las estadísticas: en 1975, EE UU encarceló a 21 personas por cada 10.000 crímenes cometidos, mientras que 30 años más tarde encarceló a 125 personas por cada 10.000 crímenes. Esto significa que el país ha multiplicado por seis las penas, pero no ha reducido los índices de crímenes cometidos.

El giro represivo desde el Estado garantista al de la tolerancia cero no se enmarca dentro de los límites crimen-castigo, muy por el contrario, la mirada fue dirigida a los movimientos sociales y la intensidad de estos en un determinado momento de la historia estadounidense: tras los disturbios raciales de los ‘60, se utilizó a la policía, al poder judicial y a las cárceles para frenar y ralentizar las dislocaciones urbanas causadas por la desregulación económica y la implosión del gueto como contenedor étnico-racial, así como para imponer la disciplina del trabajo precario en las capas más bajas de la estructura polarizada de clases y lugares. Con esto el Estado logró fundamentalmente poner en cuarentena sus elementos más conflictivos y superfluos; y controlar los límites aceptables a los que se deben ajustar los “ciudadanos de bien”, mientras se apuntala la autoridad del Estado dentro del restringido espacio que se ha autoasignado.

En Chile, de acuerdo a la información recopilada por el INE en su informe estadístico del año 2014, las personas detenidas por Carabineros de Chile entre los años 2009 y 2013 están en el promedio de los 500.000 ciudadanos. En efecto, el año 2009, los detenidos fueron 493.596; en el año 2010, 519.23;, en el año 2011, 515.151; en el año 2012, 489.975 y; en el año 2013, las 473.015 personas. Por su parte, si hablamos de condenados privados de libertad, entre el año 2002 y lo que ha transcurrido del año 2015, el número de condenados sometidos a pena efectiva ha aumentado desde los 33.261 (2002) a los actuales 42.348, teniendo como momentos más álgidos los años 2009 (50.923 encarcelados), 2010 (52.610) y 2011 (51.390).

De todo lo antes señalado es dable señalar que, al igual que lo sucedido en Estados Unidos en Chile vivimos un proceso de internalización en la ciudadanía del sentimiento de inseguridad social que coincide en mayor o menor medida con el nacimiento y desarrollo de diversos movimientos sociales en nuestro país, cuyas demandas han tenido como respuesta la criminalización de la discusión, con la consiguiente utilización de los mecanismos policiales, judiciales y penitenciarios para afrontar la efervescencia social, manteniendo dentro de límites bien definidos (por la esfera penal) dichas “alteraciones” al orden social imperante (y conservado principalmente en torno a cuestiones políticas y económicas).

También podemos decir que el debilitamiento de las garantías judiciales entregadas para protección de la ciudadanía frente al aparato estatal, como a su vez la exacerbación del aparato penal implica un debilitamiento de la democracia, considerando esta desde su esfera quizás más importante: el imperio del Derecho y el respeto irrestricto de los derechos fundamentales de todas las personas.

Por último, la decisión gubernamental de llevar adelante la agenda antidelincuencia, sin evidencia empírica que la respalde, muestra una clara desconfianza respecto de la labor del Poder Judicial en la función de este de tutelar los derechos garantizados por nuestra Constitución y Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos.