Opinión: Chile, ¿república democrática?

23 Mayo 2015

Como se puede apreciar, el grado de participación ciudadana con que cuente este proceso constituyente será determinante en la configuración normativa de las relaciones de poder [...] La legitimidad del nuevo orden constitucional depende de ello.

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Por Jaime Bassa Mercado, Director Jurídico de #TuConstitución

Prácticamente todas las constituciones occidentales incorporan ciertas declaraciones de los principios fundamentales sobre los cuales se construye el ordenamiento jurídico que regula la convivencia de las personas en sociedad, ya sea a modo de preámbulos o bien, como la Constitución chilena vigente, en el propio articulado de su texto. En efecto, los primeros artículos de la carta fundamental cumplen esta función, en la medida que declaran expresamente qué principios fueron considerados estructurantes al momento de su redacción.

Entre ellos, destaca la declaración del artículo 4°: “Chile es una república democrática”, cuyo tenor literal se ha mantenido inalterado desde 1980. Sin perjuicio de cuán curiosa pueda resultar la presencia de tal declaración normativa durante la dictadura militar, hoy es imprescindible reflexionar en torno a su contenido: ¿qué significa, en un período de evidente crisis política en las instituciones representativas, que Chile sea una república democrática? Asumamos que la fuente de legitimidad del Derecho vigente (y, con él, de las instituciones estatales y gubernamentales) sigue siendo una comunidad política involucrada en los procesos nomogenéticos (por ejemplo, legislativos), que está dispuesta a acatar sus resultados como si se tratara de decisiones propias (ficción que se predica, por ejemplo, respecto de las leyes); asumamos, en consecuencia, que la soberanía reside en el pueblo. Por tanto, toda respuesta a la pregunta previamente planteada debiera construirse desde el ideal democrático, donde la titularidad del poder político recae en el pueblo. Lo anterior, en teoría. El desafío del presente consiste en determinar cómo se materializa dicho ideal, pues con declaraciones de principios escrituradas en la constitución no es suficiente.

Una de las claves radica, a mi juicio, en complementar la lógica de la titularidad del poder político con la de su ejercicio, es decir, junto con construir un modelo institucional donde el pueblo sea el titular del poder político, debemos avanzar hacia uno en el que este también lo ejerza. En una sociedad de masas como la actual, compuesta por millones de personas que comparten una serie de espacios físicos, políticos, económicos, sociales y culturales, parece imposible prescindir de un alto componente de representatividad, dada las dificultades técnicas para canalizar una democracia directa. Pero ello no significa que el sistema democrático deba ser íntegramente representativo.

La confianza que la ciudadanía había depositado en sus representantes se encuentra en grave cuestionamiento. Este contexto histórico nos invita a pensarnos, en tanto comunidad política, de otra manera. No basta con votar periódicamente, dado el altísimo riesgo de que nuestros representantes desvíen nuestro mandato hacia la protección de sus intereses. Una de las soluciones pasa por incorporar mecanismos institucionales a través de los cuales la ciudadanía participe activamente, por ejemplo, en aquellos ámbitos de decisión en los que esté involucrada y en la medida que sea materialmente factible, ya sea directamente o por vía digital. Así, podríamos acercarnos al ideal de garantizar que las decisiones que generen efectos en una comunidad determinada, sean tomadas por la propia comunidad y no por organizaciones superiores, casi siempre elitizadas, muchas veces artificialmente superpuestas a la sociedad.

Lo propio respecto de las vías no institucionales de participación democrática, como las marchas y la protesta social en general. El ejercicio de los derechos políticos, el ejercicio de la propia libertad de expresión, excede con creces a las dimensiones fácticas o materiales que pueda prever una norma determinada. Un sistema democrático no solo debiera acoger este tipo de manifestaciones, sino que incentivarlas, en el entendido que estas enriquecen el diálogo y la comunicación deliberativa, al incorporar mayores instancias de encuentro y desencuentro, especialmente no elitistas.

Ello supone pensar más allá de los límites de las propuestas que derivan de instituciones de democracia participativa, como la iniciativa popular de ley o el referéndum abrogatorio o revocatorio. Ciertamente, se trata de instituciones que significarían un avance respecto de la democracia (exclusivamente) representativa que tenemos hoy. Pero la verdadera transformación se verificará cuando el pueblo recupere los espacios de participación que le son propios (sindicatos, gremios, centro de estudiantes, federaciones, partidos políticos, etc.).

El abandono de estos espacios de participación no ha terminado con ellos. Estos siguen existiendo. Y en ellos se siguen tomando decisiones que afectan a la comunidad, solo que en nuestra ausencia.

El desafío consiste en complejizar las instituciones propias de una democracia representativa con instituciones de democracia participativa. Pero ello será insuficiente si no viene acompañado de una densificación de la red política de participación social, tanto en las instituciones estatales como en el resto de las organizaciones en las cuales se canalizan las diversas inquietudes de una comunidad de creciente complejidad.

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